El origen de la palabra “Gringo” proviene de la Guerra de Intervención estadounidense en México; el ejército invasor utilizaba casacas verdes y el pueblo mexicano les gritaba con hastío “Green go” (¡Verde vete!) y así nació el famoso mote que usamos para referirnos a todo anglosajón.
En ese crisol de nacionalidades que en el futbol convergen, cierto día un argentino observó a un “Gringo” muy mexicano. José Antonio Castro, un chaval de altas velocidades y buen desborde, aquellos ojos claros seguramente le habían regalado el mote, Alfio Basile lo debutó, pero este Gringo no habría de irse, al menos no hasta escribir su historia de amarillo y azul.
Se afianzó en la titularidad gracias a Lapuente, su desborde y sus centros evolucionaron con el tiempo, pero ya en aquel Verano de 2002 le fueron suficientes para tocar el cielo azulcrema de la mano del hombre que le confió el puesto titular.
Pieza clave del campeonato de 2005, del América que impartió clases del contragolpe, muchas de ellas con “el Gringo” como artífice de la velocidad. Castro empapaba la camiseta en esa punzante doble función, defendía con el corazón y dejaba el alma de cara al ataque.
Fundamental en el récord histórico de imbatibilidad en el futbol mexicano, con Castro cortando balones y sumado al frente, el imparable América de Mario Carrillo ligó 28 partidos de liga sin conocer la derrota.
A la vitrina de Castro habrá que añadir las conquistas del Campeón de Campeones en 2005 y la CONCACAF Champions League del 2006 que llevaría al América al Mundial de Clubes en Japón.
Caprichos del destino y vueltas del futbol, un argentino lo debutó profesionalmente, otro argentino de pronunciado bigote lo llevó al sueño de todo futbolista, una Copa del Mundo.
Pensar en “el Gringo” es pensar en un chaval que llegó para quedarse, en un jugador que suplió sus carencias con entrega y corazón, en el futbolista que mejoró con el tiempo y se hizo un sitio para jugar un mundial vestido de verde.